Hay algo en la sonrisa de David Munar. Con su reciente nombramiento como CEO de Equitas Health, una de las organizaciones más grandes de servicios LGBTQ y VIH en el país, uno esperaría que Munar, un sobreviviente de VIH a largo plazo, estuviera demasiado ocupado para una entrevista. Sin embargo el colombiano-americano gay de 54 años tiene una cálida sonrisa de bienvenida que te pone inmediatamente cómodo, como un amigo querido.
Los padres y la hermana de Munar inmigraron a los Estados Unidos desde Colombia, afincándose en Queens, New York, antes de mudarse a Albuquerque poco después de que él naciera. Su casa estaba a una casa de por medio de la de su tío. “Ya sabes cómo somos los Latinos”, dice Munar. “Nos gusta mantener la familia cerca para estar juntos, y así nos protegemos”.
Los únicos niños con los que creció fueron sus cuatro primos, todos varones. “Eran chicos machos a los que les gustaban los deportes. Yo sabía que era diferente, y se burlaban de mi sin piedad”, dice Munar. “Pero lo único que quería era estar con ellos”. Si bien no tenía una palabra para nombrarla, sabía que debía mantener su diferencia en secreto. Cuando se graduó de la secundaria, se mudó a Chicago para ir a la universidad, dejando atrás el círculo protector de la familia.
“Hice el programa de pregrado en Northwestern University, y allí me involucré con la Gay Lesbian Alliance y terminé liderando el grupo”, dice. Luchar por los derechos de la comunidad queer en la universidad despertó su pasión por la defensoría pública y le enseñó el poder de la organización y la movilización.
Al finalizar su primer año, Munar regresó a New Mexico por el verano, prometiéndose a sí mismo que si su familia le preguntaba por su vida amorosa, no mentiría. No fue hasta cuando su madre lo confrontó que le dijo que era gay. “Fue un verano muy difícil, mi padre rezaba frente a mi puerta todas las noches”, dice. Sus padres le dijeron que no debería actuar según sus impulsos y que debía quedarse en casa y atender a su familia; si no lo hacía, dejarían de pagar su matrícula. “Les dije que todo bien, pero que no me iba a quedar con ellos”, dice. Ese otoño regresó a Chicago.
Luego de obtener la licenciatura en Estudios Hispanos, Munar encontró un trabajo gratificante con el American Refugee Committee, luchando por la amnistía de residentes indocumentados y enseñando inglés como segundo idioma, antes de obtener un puesto de nivel inicial en la AIDS Foundation de Chicago (AFC).
“Esto fue en 1991. Había 12 personas en la oficina”, dice. “Yo era el más joven y el más verde del equipo. El Presidente Clinton acababa de firmar la ley Ryan White CARE Act. ¡Yo hacía de todo! Trabajaba en la recepción, cuentas por cobrar, contabilidad general, minutas de las reuniones, comité de subsidios, ¡pero me encantaba!”
Una de sus primeras tareas en AFC fue revisar cajas de documentos de la sede local de National Association of People with AIDS (NAPWA). “Todos lo que participaron habían fallecido. Todos. Lo único que nos quedaba eran estas cajas”.
Una noche mientras tomaba notas en la reunión del directorio de AFC, el tablero del teléfono de la agencia se empezó a encender. “El teléfono empezó a sonar, sonaba y llamaba la atención porque era durante una reunión nocturna”, dice Munar. Lo mandaron a ver cuál era la causa. Esa noche, la leyenda del básquet, Magic Johnson, valiente y públicamente, reveló que tenía VIH. En respuesta, miembros preocupados de la comunidad, inundaron AFC con atemorizadas llamadas.
“Así es como empecé. Fue una experiencia de gran aprendizaje para mí”, dice.
En 1994, Munar resultó positivo de VIH. Fue un gran impacto, ya que él estaba en una relación que creía monógama. “Yo tenía 24, estaba profundamente enamorado. Pensaba que esta sería mi alma gemela”, dice. Munar fue diagnosticado por primera vez en agosto y volvió a hacerse la prueba varias veces esperando un resultado diferente. Para septiembre, comenzó a aceptar que su diagnóstico de VIH era una realidad.
Al principio, temió por su familia; le preocupaba cómo las noticias sobre su diagnóstico los iban a lastimar. “Luego mi segunda reacción fue, Cuando me muera a los 35 o más joven, ¿quién los va a consolar? Y después, era simplemente esta sensación de una enorme pérdida y un gran rechazo, una vergüenza auto infringida que yo mismo causé por haber abandonado el nido, por no tener mi clan, por no haber estado protegido por mi familia”, dice.
“No le dije nada a mi pareja en ese momento, pero comencé a cuestionar la relación, la honestidad, tratando de comprender”, dice Munar.
No fue hasta el 1 de diciembre de 1994, el dia World AIDS Day, que Munar finalmente le dijo a su pareja cuando recibió un resultado positivo de VIH de una nueva prueba en un mensaje en su contestador automático. Munar lo llamó y le comunicó el difícil diagnóstico. “Él se sintió inculpado por mis noticias y rompió conmigo en el teléfono. Se cerró completamente y me rechazó”, dice Munar. Se sintió disgustado.
“Tenía miedo, yo realmente no conocía a nadie que hubiera sobrevivido al VIH más de 10 años”, dice. Munar pensaba que iba a morir antes de los 35 años. “Y estaba enojado, enojado de que tal vez no tenía 10 años más, incluso menos”, dice.
Él sufrió lo que llama “terror al estigma”. En esos primeros tiempos de la epidemia del SIDA, antes del tratamiento efectivo, un diagnóstico no sólo era considerado una sentencia de muerte sino también una derrota moral. Algunos prominentes personajes de los medios de noticias expresaban públicamente que el SIDA le estaba haciendo un favor al país al enfocarse en los hombres gay, las minorías y las personas transgénero.
“También tenía miedo al fracaso del tratamiento. Había visto a tanta gente que tenía una gran esperanza en el AZT [el primer tratamiento para el VIH] o algún otro tratamiento experimental, y no tuvieron éxito. Todas esas cosas pesaban en mi mente”, dice.
Munar también fue testigo del impacto negativo que los primeros inhibidores de la proteasa tuvieron en amigos y clientes. “Vi cómo salvaba la vida de mucha gente, pero también vi cómo devastaba a las personas físicamente”. Debido a que los medicamentos para el VIH eran todos nuevos, la dosificación no se había perfeccionado y los efectos secundarios eran tremendos. Muchas personas padecían lipodistrofia (distribución anormal de la grasa), problemas gastrointestinales, daño renal y más. “No entendía nada de eso”, dice. Su médico le dijo que comenzar el tratamiento para el VIH era como meterse en una piscina de agua fría: Debes zambullirte. “Pero yo no quería zambullirme”.
Munar probó toda clase de medicinas alternativas, vitaminas, todo lo que fuera posible. “Luché durante esos 12 años, luchaba por mi vida”, dice. En esos primeros días del tratamiento para el VIH todo era un riesgo. “Todos estábamos a la expectativa, pensando, Funcionó un mes, ¿pero funcionará dos? ¿funcionará tres? Tal vez el piso se caiga en seis meses”, dice.
Munar decidió que necesitaba discutir su tratamiento en profundidad con su médico. “Pero no este mes,” dice riendo. “Lo haré el mes que viene. Y luego el mes siguiente llegaba y pensaba, mmm, tal vez un mes más”. Pasaron dos años hasta que confrontó sus temores y volvió a ver a su doctor.
Para entonces Munar estaba teniendo problemas de salud. Su recuento de células T había caído por debajo de 200.
“Estaba claro que tenía que avanzar. Y me alegro de haberlo hecho”.
“Hubo un período en el que yo estuve clínicamente viviendo con SIDA, y lo sentí. Quiero decir, no podía cruzar la calle sin contagiarme un resfrío o una infección respiratoria”, dice. Esto también lo llevó al temor nada irracional de desarrollar infecciones más graves, como la neumonía Pneumocystis, o la formación de lesiones en sus pulmones por el sarcoma Kaposi. Estaba agotado y se sentía enfermo constantemente. “Estaba claro que tenía que avanzar [con los medicamentos para el VIH]”, dice. “Y me alegro de haberlo hecho”.
A medida que recuperaba su salud, Munar profundizó en su trabajo en AFC. “Trabajé en la supervisión de casos en los ‘90s, y eso fue muy duro. Nuestro teléfono no dejaba de sonar, y la mayoría de las personas que inscribíamos en la supervisión de casos, cuando nos llamaban, les quedaban entre nueve a 18 meses de vida”.
Munar ascendió de rango en AFC y continuó en la organización por 23 años. Su compasión y perspicacia le hicieron ganar respeto y promociones, y en 2011 fue nombrado CEO. En 2014 pasó a liderar como presidente y CEO Howard Brown Health, una de las organizaciones LGBTQ más grandes del país, guiando su evolución desde lo que era un centro de salud comunitario a un centro de salud calificado federalmente con 11 clínicas en todo Chicago, atendiendo a decenas de miles de pacientes y clientes.
Munar ha servido en directorios y comités locales y nacionales, compartiendo su experiencia con AIDS United, Black AIDS Institute y Illinois Children’s Healthcare Foundation, para nombrar solo a algunas. Su carrera le ha traído gran aclamación y numerosos honores. En 2010, fue incorporado en el LGBT Hall of Fame, y en 2011 fue honrado como Champion of Change por la Casa Blanca por su trabajo en la lucha contra el SIDA. En abril cambió Illinois por Ohio para dirigir Equitas Health.
Vivir con VIH por 30 años es otro inmenso logro. “¡Tengo más células T que nunca en mi vida! Y alcancé supresión viral, lo que es fantástico”. Munar dice que no conoce a ningún sobreviviente de VIH a largo plazo que no haya experimentado depresión o ansiedad u otros desafíos relacionados con el estado de ánimo y la energía. “Lo he manejado; soy fuerte, pero también me he dado cuenta de que no se sobrevive al VIH 30 años sin que te afecte emocionalmente y mentalmente”, dice.
Su necesidad de ser honesto consigo mismo, provocada por saber que no podía ser realmente auténtico en el seno de su familia, lo ayudó a lanzar esta increíble carrera y vida. “Nos infectamos con VIH, pero ya estábamos dudando sobre nuestro valor propio. Ya cargábamos con el temor de que estábamos haciendo algo malo. Que nuestra identidad, nuestras elecciones, nuestras relaciones, nuestro amor, nuestro sexo no eran la forma correcta de hacer las cosas. El mundo también nos culpaba, ‘Esto es tu culpa. Te lo buscaste’. Pero ya teníamos esa herida, y la llevamos con nosotros. Pero tenemos que encontrar la sanación”, dice Munar, “sanar las heridas que el estigma del VIH amplifica”.
La familia y la comunidad nunca están lejos de los pensamientos de Munar. Sus padres y familia aún viven en Albuquerque. “Mi familia es muy comprensiva. Son geniales”, dice. Sus padres se están haciendo mayores y le alegra decir que tiene una relación afectiva con ellos. “Trato de regresar tanto como puedo. Toda mi familia vive dentro de una milla de distancia”, dice. “Como mucha gente, me fui de casa por la identidad. Si no hubiera tenido esa necesidad, probablemente yo también estaría ahí”.
“Creo que eso es lo que hacemos cuando nos vamos de casa, buscamos comunidad, construir otra familia, un círculo protector de personas que se mantengan unidas”.
Munar comparte su hogar con un miembro especial de su círculo protector. “Tengo una pareja, y hemos estado juntos por tres años”. Cuando Munar dice esto no puede evitar sonreír.
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