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Salí del clóset la primera vez en 1987 cuando estaba en mi último año de la escuela secundaria. Decidí decirle a mi mejor amigo que yo era gay. Tenía mucho miedo de decírselo en persona, por eso le escribí una carta y la puse en su mochila. Fue una tortura esperar un par de días hasta que él encontrara la carta, la leyera, y procesara las noticias. “Está todo bien” me dijo. Seguimos siendo muy buenos amigos.

Dar ese paso inicial y obtener una reacción positiva fue alentador, pero sabía que iba a pasar mucho tiempo antes de que me sintiera cómodo como hombre gay que había salido del clóset. Pasaron muchos años antes de que lo supieran la mayoría de las personas en mi vida. Comencé a salir del clóset como gay durante la universidad con mis amigos y compañeros de trabajo, pero no se los dije a mis padres ni a mi hermana sino hasta 1996.

Para complicar el proceso de salir del clóset, fui diagnosticado con el VIH en 1992. Desde entonces, le he revelado mi estado a amigos y novios, pero no le conté a mis compañeros de trabajo sino hasta hace unos pocos años atrás. No les revelé mi estado de VIH a mis padres ni a mi hermana sino hasta este año.

Aún hoy continúo diciéndoselo a gente nueva. Cuando compartí mis noticias por primera vez, no entendía que salir del clóset como gay – y eso sin sumarle lo de ser VIH positivo – es un proceso interminable. No importa qué tan “fuera del clóset” pienses que estés, siempre existe alguien nuevo a quien decírselo.

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Mis padres y mi hermana nacieron en Cuba. Ellos emigraron a los Estados Unidos en los últimos años de los 1960s y la Ciudad de Nueva York se convirtió en su nuevo hogar. Al igual que muchos otros cubanos durante esa década, se escaparon del comunismo para tener una mejor vida. La mayor parte de la familia de mi padre pudo salir de Cuba, la mayor parte de la familia de mi madre se quedó allá.

Nací en 1970 en el Hospital Metropolitana cerca de El Barrio. Por ser el único hijo varón, me llamaron igual que mi padre. Hasta el día de hoy, el apodo que mi familia usa con migo es Junior. Hasta 1979, vivimos con mi abuela paterna, en un apartamento cerca de la calle 125 de Harlem. Durante esos años, mi tío y su familia vivían en el piso de abajo, mi tía y mis primos vivían en el edificio de enfrente; y muchos otros miembros de la familia visitaban y pasaban constantemente por nuestra casa.

Con frecuencia, yo visitaba a mis primos varones que vivían en el piso de abajo. Su madre siempre les gritaba para que dejaran de jugar a las peleas. Si bien ella no me estaba regañando  a mi, yo era el que lloraba. Siempre fui un niño muy sensible.

Yo no conocía la palabra “gay” cuando tenía 4 años, pero incluso en ese entonces sabía que lo era. Yo prefería leer, antes que involucrarme en peleas. Era obediente y fiel, casi como un perro (supongo que por eso soy tan afín a los animales). También sentía que ser gay era algo que no podía contarle a nadie.

En 1979, nos mudamos a una pequeña casa que mis padres compraron cerca del aeropuerto JFK International en Queens, Nueva York. Fuimos la primera familia latina en un vecindario mayormente ítalo-americano. La primera familia negra del vecindario se había mudado a la casa de enfrente, muy poco tiempo antes que nosotros. Estábamos viviendo nuestra versión del Sueño Americano.

Durante mi adolescencia, aprendí la palabra “gay” y supe que me describía perfectamente. En ese tiempo creí que era la peor cosa que uno pudiera llegar a ser. Mi familia, amigos y la sociedad no aprobaban la homosexualidad, y su condena directa o indirecta de la gente gay comenzó a abrumarme.

Mi culpa generada por ser católico romano y el machismo inherente a la cultura latina contribuyeron al aumento de mi propia homofobia. Traté de salir con mujeres en la escuela secundaria y en la universidad, pero nunca sentí que fuera lo correcto. Me enlisté en la reserva de infantería naval de los Estados Unidos, en parte para resolver mi sexualidad.

En 1991, mientras estaba en mi último año de estudiante en la Universidad de New York, me llamaron al servicio activo.  Me iban a enviar a la guerra del Golfo. Fui a Camp Pendleton en California a prepararme para una invasión terrestre, pero la guerra por tierra solo duró unas 100 horas. Nunca fui al golfo pérsico. Cuando regresé a casa, volví a ir a la universidad por medio tiempo hasta que me gradué en 1992. Me sentía orgulloso de haber cumplido con mi deber por mi país.

La infantería naval también cumplió con sus obligaciones y me hicieron la prueba del VIH. Bajo una disposición que dice que la prueba del VIH es obligatoria para los soldados de la infantería naval, me hicieron la prueba en 1991 y el resultado fue negativo – el mismo año en que surgió la cinta roja del SIDA y que Magic Johnson fue diagnosticado con el VIH. Cuando me volvieron a hacer la prueba en 1992, resulté positivo. Fue el mismo año en que Freddie Mercury murió de complicaciones relacionadas con el SIDA. En ese momento, habían aparecido los primeros medicamentos anti-VIH como AZT, pero igual había muchas posibilidades de que yo muriera de SIDA.

Fue un domingo por la mañana, el día después de mi cumpleaños número 22, cuando mi oficial de mando me informó que yo era VIH positivo. Por más frío que parezca, recibir las noticias del Tío Sam fue extrañamente reconfortante. El oficial leyó directamente de un libreto, pero me sorprendió que tuvo mucho tacto. Un médico estuvo presente para responder a mis preguntas médicas. No le hice ninguna. Él no podía responder a la única pregunta que yo tenía – “¿Por qué a mi?”

El día que me enteré de que era VIH positivo se lo conté a mi mejor amigo de la escuela secundaria – después de todo, él fue la primera persona a quien le dije que era gay. Esta vez, se lo dije en persona. Su reacción  esta vez fue de tristeza. Nos sentamos en silencio durante mucho tiempo.

El día que me enteré de que era VIH positivo, también decidí que le iba a ahorrar a mis padres la desgracia de tener un hijo “degenerado”; me iría lejos a morir solo. En ese entonces estaba viviendo con mis padres, pero me mudé el año siguiente. Yo estaba seguro de que moriría antes de llegar a los 30 años, y aprendí una nueva manera de vivir – dejé de planear para el mañana, simplemente vivía para el aquí y ahora. Desde entonces,  aprendí a planear para el mañana, pero todavía vivo en el presente.

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En 1990 conocí a Michael, después de un verano en una escuela de entrenamiento de  la infantería de marina. El verano anterior había realizado el entrenamiento básico. Me encontraba en el mejor estado físico de mi vida.

Michael era apuesto, pero lo que más me atrajo es que era un chico común. Me adoraba. Era un católico romano devoto y un hombre de negocios exitoso. Yo me enamoré de él. Me dijo que era VIH negativo, pero me mintió. No me dijo que era VIH positivo sino hasta 1993.

Cuando obtuve un resultado negativo en 1991, pensé que había sido absuelto de mis conductas riesgosas del pasado. Recién había regresado de mi servicio militar activo, físicamente ileso pero mentalmente herido. Debido a que me sentía invencible y vulnerable, bajé la guardia con Michael.

Cuando resulté positivo en 1992, Michael y yo ya no estábamos juntos; yo había estado saliendo con un nuevo novio por aproximadamente un año justo antes de hacerme la prueba. No siempre usamos protección porque los dos creíamos que éramos negativos. Cuando resulté VIH positivo, recién había roto con mi novio y estaba saliendo con una mujer, pensando que ella me podía hacer heterosexual.

Mi familia no tenía idea de que mi vida se había convertido en una telenovela. Yo le conté al reciente ex-novio sobre mi estado de VIH en el parque Washington Square en Greenwich Village, Nueva York. Al principio se horrorizó por lo que podía llegar a significar para él, pero inmediatamente cambió su atención hacia mi difícil situación. Afortunadamente,  él resultó negativo. Yo le escribí una carta a la mujer con la que estaba saliendo, explicándole que había resultado VIH positivo, pero ella no se desalentó  por mi estado. De todos modos, mi incursión en la heterosexualidad fue muy breve.

Poco tiempo después de que me fui de la casa de mis padres en 1993, me empecé a desmoronar emocionalmente. Luchar contra mis conflictos por ser gay y VIH positivo, además de ocultarle la verdad a mi familia, me pesaba mucho. Para 1994, estaba con una depresión clínica grave.

En 1994 Michael murió de complicaciones relacionadas con el SIDA, lo que agregó una profunda pena a mi lista de aflicciones. Su muerte sólo aumentó mi miedo de que pronto me enfermaría y moriría.

Hacia fines de 1994, lentamente me recuperé de mi depresión clínica grave. A medida que iba mejorando, descubrí que tenía distimia (depresión crónica leve) desde la infancia. Aprender a lidiar con la distimia disminuyó la intensidad de mis problemas internos, una técnica que fue – y continúa siendo – una bendición.

Siempre pienso en Michael. Lo perdoné hace mucho por haberme mentido sobre su estado de VIH. Yo fui tan responsable como él por lo que había sucedido. Hoy comprendo íntimamente su miedo al rechazo. Me sucedió a mí muchas veces.

Durante los dos años siguientes no tuve ninguna relación larga, principalmente porque los demás tenían miedo de mi VIH. “No es por ti, es por el virus”, me decían. Incluso hoy, esas palabras me siguen hiriendo.

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Sólo dos años después de haberme recuperado de la depresión clínica grave, me encontré cayendo en otra depresión. Aparentemente, no había resuelto los problemas de raíz que me molestaban. Esta vez, mis padres notaron que me estaba distanciando emocionalmente.

Finalmente me di cuenta que el no salir del clóset con mi familia contribuía a mi depresión. Entonces con tres palabras simples – “Yo soy homosexual”–  se lo dije a mis padres en 1996. Les hablé en español como signo de respeto. Los visité varias veces antes de encontrar el momento adecuado. Fue mucho más difícil de lo que esperaba. Todos derramamos muchas lágrimas.

Mi hermana se había mudado lejos varios años antes, con su esposo y mis sobrinos. No quise esperar para decirle en persona porque quería que mis padres pudieran hablar con ella sobre el tema. Le envié una carta diciéndole que era gay y luego la llamé por teléfono.

A mis padres y a mi hermana les llevó años acostumbrarse a la idea de que yo era gay. A mi, me llevó años acostumbrarme a que ellos sabían que yo era gay. Fue un baile delicado para todos.

Fue una decisión consciente no decirles nada sobre mi estado de VIH en el mismo momento en que les dije que era gay. Pensé que las noticias de que yo era gay serían lo suficientemente difíciles para ellos. Si bien por ese motivo pospuse revelarles mi estado de VIH, también pensé que no tenía ningún caso decírselos. Yo estaba seguro de que moriría en unos pocos años.

A medida que pasaron los años y yo seguía estando bien, comencé a aceptar que iba a vivir. Comencé una carrera relacionada con editoriales. Obtuve mi maestría. He tenido dos relaciones largas. Tengo a Bailey, una fox terrier miniatura de la que todo el mundo se enamora. He viajado, incluyendo un viaje al desierto de Libia en 2006 con mi ex-pareja para presenciar un eclipse completo de sol. Hoy he aumentado mis expectativas de supervivencia hasta el punto de creer que voy a morir de viejo.

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En los últimos dos años, mi crecimiento personal ha continuado en una nueva relación larga y en nuevas oportunidades profesionales. Para poder sostenerlo (y conservar mi cordura), me di cuenta de que finalmente había llegado el momento de volver a salir del clóset.

“Yo soy VIH positivo.” Con esas palabras, en 2008 volví a salir del clóset con mis padres. Para este segundo acto de revelación, decidí hablar con ellos en español, igual que cuando les dije que era gay. También los visité varias veces antes de encontrar el momento adecuado.

No anticipé que decírselo a mis padres iba a ser tan diferente a lo que esperaba. Pensé que se iba a repetir el encuentro emocional de cuando salí del clóset por primera vez, pero sin embargo  rigió la serenidad. Mis padres y yo lo manejamos con mucha elegancia. Quizás fue prudente no decírselos al principio, pero claramente no era necesario esperar tanto para hacerlo.

Igual que antes, no quise esperar para decírselo a mi hermana en persona, pero esta vez no le mandé una carta, la llamé directamente. No anticipé lo difícil que sería la conversación sin poder compartir un abrazo o una sonrisa, pero pudimos sobrellevarlo.

Estoy seguro de que le va a llevar años a mi familia adaptarse a las noticias de que soy VIH positivo, pero ya existen signos de que esta vez les resultará más fácil. Ya lo es para mi.

A veces me pregunto cómo hubiera sido diferente mi vida si hubiera revelado antes que  soy gay o VIH positivo. ¿Qué hubiera pasado si lo hubiera dicho al mismo tiempo? Si hubiera sido mejor, es algo que nunca sabré.

Sin embargo, sabiendo lo que sé ahora, creo que hubiera sido más feliz si hubiera compartido antes, todas mis noticias con mis seres queridos. Si bien no puedo cambiar el pasado, puedo aprender de él. Salir del clóset – sobre cualquier verdad en cualquier momento – puede mejorar tu vida. La verdad si puede ser liberadora.

Nota del editor: Gutierrez es actualmente editor en jefe de POZ. Visita su blog en ingles en poz.com/blogger/oriol-r-gutierrez-jr para más información sobre su vida.